Reseña
Norma L. Vázquez Alanís
Las bibliotecas universitarias se crearon en el siglo XVIII a través de las Constituciones que les dieron carácter jurídico, pero ya antes había un acervo un poco reducido que con el tiempo fue creciendo. En el caso de la Real Universidad de México, el monarca aprobó al rector el estatuto para establecer una biblioteca que le había enviado en 1758, porque la institución tenía un patronazgo real y la Corona Española daba el dinero para la universidad.
En su ponencia titulada ‘La biblioteca de la Real Universidad de México’, el doctor en Historia por la UNAM Manuel Suárez Rivera expuso los pormenores de la creación del recinto que guardaría el conjunto de libros reunidos por ese importante claustro educativo, durante el ciclo de conferencias ‘Historia del libro en Nueva España’ organizado por el Centro de Estudios de Historia de México (CEHM) Fundación Carlos Slim, la Universidad Iberoamericana Ciudad de México y el Instituto de Investigaciones Filológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
Comentó que desde hace muchos años se discute si la universidad de Nueva España era Real o era Pontificia, o si era ambas; la mayoría de los historiadores tienden a pensar que únicamente era real, pero otros sostienen que sí era pontificia.
Incluso los documentos son contradictorios, porque en varios aparece el concepto real y pontificia, mientras que otros no tienen la segunda atribución; lo cierto es que en 1595 se le agregó el título de Pontificia después de que el papa Celemente VIII le concedió una bula en reconocimiento a los estudios con orientación religiosa que ahí se impartían.
La creación de la biblioteca de la Real Universidad de México sólo fue posible en 1761, cuando se crearon los estatutos de la propia biblioteca en el seno de la institución, pero se abrió hasta 1778 y marcó un momento clave en la historia de las bibliotecas en Nueva España. Y es que para que una biblioteca exista, tiene que contar con libros, un espacio, mesas y un bibliotecario, que es el elemento más importante por ser quien acomoda, organiza y presta los libros, todo lo cual requiere de recursos.
Como el presupuesto para la cultura casi siempre ha sido exiguo, dijo el doctor Suárez Rivera, en esa época tampoco había recursos para hacer una biblioteca en la universidad y por ello el rector en turno, Manuel Ignacio Beye Cisneros y Quixano, dispuso cerrar la parte del edificio que daba hacia la Acequia Real, pasar los salones al piso de arriba a fin de rentar la planta baja como accesorias y con ese ingreso constituir un fondo que financiara las adquisiciones de la biblioteca y el pago de sus bibliotecarios. Este es el contexto del inicio de la biblioteca universitaria.
Antecedentes de este acervo bibliográfico
Existen indicios de que en junio de 1600 se dieron las primeras noticias acerca de un acervo bibliográfico de 585 títulos para la Real Universidad, recibido por el señor Sancho Sánchez de Muñón, maestrescuela del Cabildo Catedralicio y de la Universidad de México, pero se desconoce si forman parte de un archivo de esa institución que existió, pues algunos inventarios demuestran que sí contaba con libros que estaban bajo custodia del secretario en la llamada Sala de Archivo, que ocupaba un cuarto debajo de las escaleras y al parecer funcionaba como pequeña biblioteca. Actualmente gran parte de este patrimonio lo conserva el Archivo General de la Nación, y otra la resguarda la Biblioteca Nacional de México.
Sin embargo, señaló el ponente, el impulso fundamental para esta biblioteca fue en 1726, cuando se intentó construir un espacio físico para los libros y la lectura durante el rectorado del doctor en Filosofía Pedro Ramírez del Castillo, pero luego de dos años la iniciativa no se concretó, aunque la idea quedó en el aire.
En octubre de 1758, el rector Antonio de Chávez mandó hacer un inventario de todos los bienes que poseía la Real Universidad de México y que permitió conocer los libros que había tres años antes de la creación oficial de la ’Biblioteca común’ en 1761. Dijo el doctor Suárez Rivera que el acervo ’Real y público’ se inauguró en 1778.
En el inventario quedaron descritos todos los bienes que había en la Sala de Archivo, de manera que, descartando los documentos de la administración universitaria como libros de matrículas, grados y claustros, el acervo comprendía un poco más de 120 ejemplares, producto de algunas donaciones particulares, la más cuantiosa de las cuales fue la del doctor Carlos Bermúdez de Castro. Éste, al ser elegido arzobispo de Manila por bula del papa Benedicto XIII, mandó una carta al rector de la Real Universidad de México para notificarle el legado de los 100 títulos de su biblioteca, diez estantes y una mesa.
Gracias al rector Beye de Cisneros, en 1759 se iniciaron las obras de remodelación del inmueble de la Real Universidad, que incluían la adecuación del espacio físico para la biblioteca, y aunque culminaron en 1761, el recinto no pudo abrirse por problemas de presupuesto pues debían pagarse las obras recién concluidas. Se habían invertido recursos para tener el espacio físico, habían recibido donaciones suficientes para que funcionara y se habían redactado sus Constituciones, pero faltaba lo más importante, los libros.
El patrimonio bibliográfico de los jesuitas
Un acontecimiento histórico que ligó los libros de algunas instituciones de la Compañía de Jesús con la Real Universidad de México, tuvo lugar en 1767 cuando el rey de España ordenó la expulsión de los jesuitas. Esa medida permitió que tanto en la península ibérica como en Nueva España, las universidades o colegios se hicieran de los fondos bibliográficos de esa orden religiosa a fin de formar con ellos nuevas bibliotecas, lo cual dio origen a la idea de las universidades como centros bibliotecarios muy importantes.
A partir de entonces, la biblioteca de la Real Universidad comenzó a crecer, indicó el doctor Suárez Rivera, y explicó que después de que se recibieron los libros del fondo jesuita la institución nombró a los bibliotecarios que se encargarían de sellar los ejemplares e incluso en los registros del recinto aparece la factura del costo del carbón que se usó para marcar los volúmenes, así como la nómina de cuánto se pagó por el hierro para sellar los libros; estas marcas de procedencia son muy relevantes porque, cuando se analiza el ejemplar antiguo, aportan muchísima información.
Decir que los libros de los jesuitas pasaron a la universidad es una deducción simplista, continuó Suárez Rivera, porque en realidad no fue así, pues las fuentes documentales de la propia universidad señalan que los ejemplares que se integraron a su acervo fueron sólo tres mil 868.
De acuerdo con datos del doctor Ignacio Osorio Romero, quien fue director del Instituto de Investigaciones Bibliográficas y de la Biblioteca Nacional de la UNAM, aquella universidad únicamente recibió el 15 por ciento del acervo del Colegio de San Pablo, Casa Profesa y San Gregorio.
Además, la universidad no guardó todos los libros, sólo incorporó los que no tenía y puso en venta algunos duplicados, de manera que entre 1779 y 1785 se registran en los claustros de Hacienda los montos ingresados por venta de libros, según la información de Osorio Romero contenida en el capítulo Las bibliotecas novohispanas del libro Historia de las Bibliotecas de México, editado por la Secretaría de Educación Pública.
El conferencista se refirió también a la dispersión de las colecciones, pues hay libros que pertenecieron a la Real Universidad de México y ahora están en bibliotecas extranjeras como la John Carter Brown Library, de Estados Unidos, y no queda muy claro cómo llegaron esos ejemplares a diferentes lugares del mundo con marcas de fuego no sólo de la universidad, sino de otras corporaciones; hay más de 300 marcas de fuego documentadas en distintos catálogos.
A juicio del doctor Suárez Rivera, esos ejemplares se convirtieron en una especie de embajadores de la cultura mexicana y testimonio de la dispersión de colecciones, así como de la manera en que funciona este coleccionismo bibliográfico.
En este sentido, los testimonios de procedencia (marcas de fuego, sellos, ex libris, etcétera) nos permiten entender la magnitud a un nivel micro del movimiento bibliológico en el cual se involucra muchas veces, desafortunadamente, un factor importante que es el saqueo, pero también existe el descarte, fenómeno al que el ponente llamó ’la diáspora bibliográfica’, consistente en saber cómo se mueven los libros en el tiempo y no sólo a consecuencia del atraco, sino también de la venta que hacía la propia universidad de algunos ejemplares para obtener recursos.